En Alemania Oriental hay una categoría social parasitaria: los expropiados. Son los burgueses de los tiempos de Hitler cuyos bienes han sido nacionalizados previa indemnización. Muy pocos aceptaron el puesto que el gobierno les ofreció en sus antiguos negocios. Prefirieron vivir de sus rentas en la esperanza de que se caiga el régimen. El gobierno ha fundado hoteles, bares y restaurantes de lujo para las delegaciones extranjeras y los funcionarios oficiales, donde las cosas cuestan un ojo de la cara. Como son sitios muy caros para el pueblo, sólo los expropiados pueden frecuentarlos, y el gobierno está encantado porque es una manera de recobrar el dinero de las indemnizaciones. Los expropiados se reúnen a contarse sus penas, a cuchichear contra el gobierno, a rascarse unos a otros como los burros y a devolver la plata al estado a cambio de una noche de valses tristes y de champaña sin hielo.
Pero las indemnizaciones no son hereditarias. Los expropiados tienen hijos, parásitos adolescentes que ayudan a los viejos a gastarse la plata mientras están vivos. Es una generación ignorante, sin perspectivas, sin ningún gusto por la vida, criada en un ambiente de resentimientos, en la evocación diaria de un pasado esplendoroso. Detestan los valses tristes y consideran que la champaña tiene muy poco alcohol. Para desconectarlos de la sociedad, el estado creó esos cabarets donde se saca el dinero hasta en los servicios sanitarios, una especie de campo de concentracion donde los hijos de los expropiados se encierran a podrirse vivos.
Gabriel García Márquez, Viaje por los países socialistas
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