¿Qué demonios es Mesmerismo?

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El veneno americano

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Asamblea Nacional francesa, 28 de febrero de 1950. Un diputado del Partido Comunista interpela al Ministro de Sanidad, Pierre Schneiter:

Señor Ministro, se está vendiendo una bebida en los bulevares de París llamada Coca-Cola.
Lo sé
Esto es serio, así que usted lo conoce y no está haciendo nada para impedirlo
No tengo, de momento, razones para actuar
Esto no es una simple cuestión económica, tampoco una simple cuestión de salud pública: esto es una cuestión política. Nosotros queremos saber si, por razones  políticas, usted va a permitir a los norteamericanos envenenar a los franceses y las francesas.

Coca-Cola, la Guerra Fría y Billy Wilder, por Javier Bilbao

Algunos apuntes jacobinos

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Los conservadores han creado una permanente imagen del Terror como una dictadura histérica y ferozmente sanguinaria, aunque en comparación con algunas marcas del siglo XX, e incluso algunas represiones conservadoras de movimientos de revolución social —como, por ejemplo, las matanzas subsiguientes a la Comuna de París en 1871—, su volumen de crímenes fuera relativamente modesto: 17.000 ejecuciones oficiales en catorce meses. (…) Para la sólida clase media francesa que permaneció tras el Terror, éste no fue algo patológico o apocalíptico, sino el único método eficaz para conservar el país. Esto lo logró, en efecto, la República jacobina a costa de un esfuerzo sobrehumano.

E. J. Hobsbawn. La era de la revolución (1789-1848)

Los conservadores de todo tipo la rechazan absolutamente: desde el principio fue una catástrofe, producto del pensamiento ateo moderno, y debe interpretarse como un castigo de Dios a los caminos extraviados emprendidos por la humanidad, cuyas huellas deben por tanto borrarse tan completamente como sea posible. La actitud liberal típica es algo diferente: su fórmula es «1789 sin 1793». En resumen, lo que desearían los liberales sensibles es una revolución descafeinada, que huela lo menos posible a revolución […]
En los momentos cruciales de decisión revolucionaria no hay espectadores neutrales o inocentes, porque en tales momentos la propia inocencia –eximirse a uno mismo de la decisión, como si la lucha que estoy presenciando no fuera realmente conmigo– es la peor traición, la más culpable. Dicho de otra forma, el temor a ser acusado de traición es mi traición, porque, aunque yo «no hubiera hecho nada contra la revolución», ese mismo temor, el hecho de que aparezca en mí, demuestra que mi posición subjetiva es externa a la revolución, que experimento la «revolución» como una fuerza externa que me amenaza.

Zizek, Slavoj. Robespierre. Virtud y terror

¿Saben qué clase de gobierno salió victorioso?… Un gobierno de la Convención. Un gobierno de jacobinos apasionados con gorros frigios rojos, vestidos con toscas lanas y calzados con zuecos, que se alimentaban sencillamente de pan y mala cerveza y se acostaban en colchonetas tiradas en el suelo de sus salas de reunión cuando se sentían demasiado cansados para seguir velando y deliberando. Tal fue la clase de hombres que salvaron a Francia.

Citado por J. Savant en Les préfets de Napoléon (1958)

Una sensibilidad que gime casi exclusivamente por los enemigos de la libertad resulta sospechosa. Dejad de agitar bajo mis ojos la túnica ensangrentada del tirano, o creeré que queréis volver a poner grilletes a Roma.

Maximilien Robespierre

Entrada de prueba

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Los expropiados

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En Alemania Oriental hay una categoría social parasitaria: los expropiados. Son los burgueses de los tiempos de Hitler cuyos bienes han sido nacionalizados previa indemnización. Muy pocos aceptaron el puesto que el gobierno les ofreció en sus antiguos negocios. Prefirieron vivir de sus rentas en la esperanza de que se caiga el régimen. El gobierno ha fundado hoteles, bares y restaurantes de lujo para las delegaciones extranjeras y los funcionarios oficiales, donde las cosas cuestan un ojo de la cara. Como son sitios muy caros para el pueblo, sólo los expropiados pueden frecuentarlos, y el gobierno está encantado porque es una manera de recobrar el dinero de las indemnizaciones. Los expropiados se reúnen a contarse sus penas, a cuchichear contra el gobierno, a rascarse unos a otros como los burros y a devolver la plata al estado a cambio de una noche de valses tristes y de champaña sin hielo.

Pero las indemnizaciones no son hereditarias. Los expropiados tienen hijos, parásitos adolescentes que ayudan a los viejos a gastarse la plata mientras están vivos. Es una generación ignorante, sin perspectivas, sin ningún gusto por la vida, criada en un ambiente de resentimientos, en la evocación diaria de un pasado esplendoroso. Detestan los valses tristes y consideran que la champaña tiene muy poco alcohol. Para desconectarlos de la sociedad, el estado creó esos cabarets donde se saca el dinero hasta en los servicios sanitarios, una especie de campo de concentracion donde los hijos de los expropiados se encierran a podrirse vivos.

Gabriel García Márquez, Viaje por los países socialistas

La caja tonta

Carta de ajuste de la RDA
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Evgeny Morozov (autor de The Net Delussion) explica que un descubrimiento fascinante de los dirigentes de la antigua RDA fue que aquellas ciudades que tenían acceso a la televisión occidental estaban más satisfechas con el sistema comunista que aquellas a las que no llegaba la señal televisiva de la RFA (Alemania Occidental). Dallas no contribuía a socavar el socialismo, sino que lo apuntalaba.

‘Sociofobia’, César Rendueles

No vas a ninguna parte

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Esta tarde, cuando venía de la oficina, un borracho me detuvo en la calle. No protestó contra el gobierno, ni dijo que él y yo éramos hermanos, ni tocó ninguno de los innumerables temas de la beodez universal. Era un borracho extraño, con una luz especial en los ojos. Me tomó de un brazo y dijo, casi apoyándose en mí: “¿Sabes lo que te pasa? Que no vas a ninguna parte”. Otro tipo que pasó en ese instante me miró con una alegre dosis de comprensión y hasta me consagró un guiño de solidaridad. Pero ya hace cuatro horas que estoy intranquilo, como si realmente no fuera a ninguna parte y sólo ahora me hubiese enterado.

La Tregua, Mario Benedetti